domingo, 9 de junio de 2013

La pasión de un desconocido

Vanessa Ortega Prins

El tiempo establecido por mis padres se agotaba. Luego del cine, él me pidió que lo acompañara a una velada boxística, no respondí. El deporte no es mi debilidad y de preferir uno, no sería el boxeo. Él tenía que ir, hacer acto de presencia o lo que fuera. No sé por qué razón recordé  las palabras que el padre Edarwin dijo en la misa del domingo “hay que consentir a las parejas para que no se vallan con las vecinas, que los atiende, comprende y les dicen sí a todo.”  Por eso acepté.
La religión es machista. ¿Por qué no pudo ser al revés? ¿Por qué no pensó que sería un lugar poco femenino para mí? ¡Creo que la machista soy yo! Pensaba mientras  nos dirigíamos hacia el Coliseo de Combate. Mi mundo, en el que hablo conmigo misma, se activó y me cuestionaba cómo sería. Pensé positivo; quizás la experiencia de vivir el momento o ver algo nuevo, serviría algún día para algo. También negativo; que en ese lugar la gente se aglomeraba muchísimo, quizás se formarían peleas por fuera del ring, harían disparos y uno de ellos atravesaría mi estomago. Mis padres seguros me matarían. ¡Oh, no! Ya estaría muerta, más bien a él por llevarme a ese suburbio.
Eran las 8:30 pm y ya estábamos en la puerta principal. El habló con el vigilante. Luego me tomo de la mano y entramos. Tranquila, no pasará nada, me dijo. Caminé observando todo. Visualicé hasta las rutas de evacuación, uno nunca sabe.  Entramos y el ruido era estremecedor, parecía la hinchada afervorada del Atlético Nacional o El América.  La gente estaba sentada en los muros de cemento que rodeaban el cuadrilátero haciendo sus apuestas. Podía ver en sus rostros la alegría y el impulso del morbo. Algunos eran reconocidos, creo que nunca pensaron verme ahí, se sorprendían y de algún modo eso me daba valor. A un costado del ring, se encontraban cinco personas elegantemente vestidas. Son los jurados, me dijo él.
Saludábamos  a un par de conocidos, cuando la algarabía se hizo sentir aún más, me asuste. Mire hacia el centro de la plataforma, allí estaba una joven delgada de pelo negro, con atuendo sexy y labios rojos muy bien pintados. Lo miré a él con celos, pero el ambiente me distrajo. Ella llevaba un aviso que indicaba que el pleito entre el colombiano Luis Meléndez, alias el Surtigas  y el mexicano José Cruz Zúñiga, empezaría. El auditorio se preparó, mujeres, niños y hombres ocuparon sus puestos a la espera del combate, y yo ahí con un escaso conocimiento acerca del boxeo obtenido de Telecaribe.
Ya en el ring, estaba cuadrado Surtigas, que le dicen así por que antes era patrocinado por esa empresa de gas natural. Me dijo él.  El juez dio la señal. Esos hombres rudos me parecían estúpidos ¿Por qué pelear por dinero? En fin. Meléndez comenzó con sus jab, esquivando unos cuantos rectos. Los brazos se encogían hasta su mandíbula, luego la soltaba como una palanca y el golpe finalizaba al estrellarse en la carne de su contrincante.
Cada puñetazo me ardía, el sonido de cada impacto me revolvía y me incitaba todo repudio sobre ese acto absurdo. La algarabía del público se agigantaba con cada acción macabra contra el mexicano. Perpleja enterré mis uñas sobre el brazo de mi acompañante. Tranquila me dijo una vez más.
Al parecer Meléndez, el Surtigas, era el preferido de esa velada. Y fue allí donde comprendí el porqué de velada, claro, llegaban dos a pelear románticamente, ante un público testigo de su manifestación divina de brusquedad, por un reconocimiento, que con el paso del tiempo, solo quedaría en la memoria del triunfante.
El sonido de los Crochet -golpe lateral que se dirige al rostro del rival-  parecía venir directo a mí. Zúñiga, el mexicano ya no respondía, no contraatacaba. Todo estaba puesto para el colombiano. La gente feliz, entusiasmada de ver moribundo a un pobre hombre. El juez dio una señal. Los boxeadores se dirigieron a sus esquinas. Con agua y panola  los limpiaban, mientras les daban unos cuantos -más- golpes como su fuera una operación de reanimación. 
Volvieron al combate, Meléndez dio sus dos últimos tiros al rostro del mexicano, de tal forma, que este se derrumbo sobre él. Mis ojos entre cerrados no aguantaban tal dolor, tanta agonía, el nudo que se engruesó en mi garganta quería tomarse el ring y hacer reaccionar a la gente que no paraba de aplaudir y ver en aquello un plan de esparcimiento, de diversión, un deporte. Zúñiga perdió esa noche por Nocaut, la posibilidad de recordarse vencedor.


¿Por qué vivir un deporte basado en la pasión sufrida de un ser humano  que no encuentra un medio de sustento? y aún más ¿Qué hace que se levante e incremente la pasión del morbo ante la sociedad con los combates? Si yo fui susceptible a esa experiencia, casi que traumática ¿Cómo quedarán cada uno de los llamados boxeadores? ¿Cómo quedaría Zúñiga? 

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