La pasión de un desconocido
Vanessa Ortega Prins
El tiempo establecido por mis padres
se agotaba. Luego del cine, él me pidió que lo acompañara a una velada
boxística, no respondí. El deporte no es mi debilidad y de preferir uno, no
sería el boxeo. Él tenía que ir, hacer acto de presencia o lo que fuera. No sé
por qué razón recordé las palabras que
el padre Edarwin dijo en la misa del domingo “hay que consentir a las parejas para que no se vallan con las vecinas,
que los atiende, comprende y les dicen sí a todo.” Por eso acepté.
La religión es machista. ¿Por qué no
pudo ser al revés? ¿Por qué no pensó que sería un lugar poco femenino para mí? ¡Creo
que la machista soy yo! Pensaba mientras nos dirigíamos hacia el Coliseo de Combate. Mi
mundo, en el que hablo conmigo misma, se activó y me cuestionaba cómo sería.
Pensé positivo; quizás la experiencia de vivir el momento o ver algo nuevo, serviría
algún día para algo. También negativo; que en ese lugar la gente se aglomeraba
muchísimo, quizás se formarían peleas por fuera del ring, harían disparos y uno
de ellos atravesaría mi estomago. Mis padres seguros me matarían. ¡Oh, no! Ya
estaría muerta, más bien a él por llevarme a ese suburbio.
Eran las 8:30 pm y ya estábamos en la
puerta principal. El habló con el vigilante. Luego me tomo de la mano y
entramos. Tranquila, no pasará nada, me dijo. Caminé observando todo. Visualicé
hasta las rutas de evacuación, uno nunca sabe.
Entramos y el ruido era estremecedor, parecía la hinchada afervorada del
Atlético Nacional o El América. La gente
estaba sentada en los muros de cemento que rodeaban el cuadrilátero haciendo
sus apuestas. Podía ver en sus rostros la alegría y el impulso del morbo.
Algunos eran reconocidos, creo que nunca pensaron verme ahí, se sorprendían y
de algún modo eso me daba valor. A un costado del ring, se encontraban cinco
personas elegantemente vestidas. Son los jurados, me dijo él.
Saludábamos a un par de conocidos, cuando la algarabía se
hizo sentir aún más, me asuste. Mire hacia el centro de la plataforma, allí
estaba una joven delgada de pelo negro, con atuendo sexy y labios rojos muy
bien pintados. Lo miré a él con celos, pero el ambiente me distrajo. Ella
llevaba un aviso que indicaba que el pleito entre el colombiano Luis Meléndez,
alias el Surtigas y el mexicano José
Cruz Zúñiga, empezaría. El auditorio se preparó, mujeres, niños y hombres
ocuparon sus puestos a la espera del combate, y yo ahí con un escaso conocimiento
acerca del boxeo obtenido de Telecaribe.
Ya en el ring, estaba cuadrado Surtigas,
que le dicen así por que antes era patrocinado por esa empresa de gas natural. Me
dijo él. El juez dio la señal. Esos
hombres rudos me parecían estúpidos ¿Por qué pelear por dinero? En fin.
Meléndez comenzó con sus jab, esquivando unos cuantos rectos. Los brazos se
encogían hasta su mandíbula, luego la soltaba como una palanca y el golpe
finalizaba al estrellarse en la carne de su contrincante.
Cada puñetazo me ardía, el sonido de
cada impacto me revolvía y me incitaba todo repudio sobre ese acto absurdo. La algarabía
del público se agigantaba con cada acción macabra contra el mexicano. Perpleja
enterré mis uñas sobre el brazo de mi acompañante. Tranquila me dijo una vez
más.
Al parecer Meléndez, el Surtigas, era
el preferido de esa velada. Y fue allí donde comprendí el porqué de velada,
claro, llegaban dos a pelear románticamente, ante un público testigo de su
manifestación divina de brusquedad, por un reconocimiento, que con el paso del
tiempo, solo quedaría en la memoria del triunfante.
El sonido de los Crochet -golpe
lateral que se dirige al rostro del rival- parecía venir directo a mí. Zúñiga, el mexicano
ya no respondía, no contraatacaba. Todo estaba puesto para el colombiano. La
gente feliz, entusiasmada de ver moribundo a un pobre hombre. El juez dio una
señal. Los boxeadores se dirigieron a sus esquinas. Con agua y panola los limpiaban, mientras les daban unos cuantos
-más- golpes como su fuera una operación de reanimación.
Volvieron al combate, Meléndez dio
sus dos últimos tiros al rostro del mexicano, de tal forma, que este se
derrumbo sobre él. Mis ojos entre cerrados no aguantaban tal dolor, tanta
agonía, el nudo que se engruesó en mi garganta quería tomarse el ring y hacer
reaccionar a la gente que no paraba de aplaudir y ver en aquello un plan de
esparcimiento, de diversión, un deporte. Zúñiga perdió esa noche por Nocaut, la
posibilidad de recordarse vencedor.
¿Por qué vivir un deporte basado en
la pasión sufrida de un ser humano que
no encuentra un medio de sustento? y aún más ¿Qué hace que se levante e incremente
la pasión del morbo ante la sociedad con los combates? Si yo fui susceptible a esa
experiencia, casi que traumática ¿Cómo quedarán cada uno de los llamados
boxeadores? ¿Cómo quedaría Zúñiga?
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