domingo, 9 de junio de 2013

Por cortesía de una colega, me sirvo en publicar esta Crónica que terminó siendo relato.

Entre dos generaciones


Laura Romero De La Rosa @2013


Para las personas nacidas entre finales de los años 80 y principios de los 90, hoy estamos en nuestros veintes y seríamos unos seres de dos siglos, los que vivimos el cambio de milenio y toda la expectativa catastrófica que rodeó a este, al ver cómo vive la infancia actual claramente nos damos cuenta de que no es ni el más mínimo reflejo de lo que experimentamos en aquella época.
Anteriormente era normal nacer y vivir en familias numerosas, pero sobre todo en casas no en apartamentos. La mitad de mi vida, la viví en una enorme casa que fue construida por mi difunto abuelo quien era ingeniero civil y como dice mi mamá “un exagerado”.
Es una vivienda que cuenta en su primer nivel con siete habitaciones, tres baños, una sala de estar con dos juegos de muebles, otra sala para ver televisión, el comedor y un amplio patio con árboles frutales de diversas especies como mango, níspero y el exótico icaco que muchas personas no conocen y con el que mi tía hacía dulce en Semana Santa. Durante esos años además de esos árboles había de guanábana y naranja.
Hoy día parece que lo más cercano que tienen los niños a la vegetación son arboles bonsái o plantas de sombra que viven en los interiores de los escasos 70 metros cuadrados aproximados de las casas actuales.
En el segundo nivel de la casa de mi infancia, hay otras dos casas igual de espaciosas y con varias habitaciones. La intención que tuvo mi abuelo el “viejo Moncho” al construirla así, fue porque cuando él junto con mi abuela y sus seis hijos se mudaron del barrio La María –cerca del Mercado de Bazurto- hasta El Recreo, su nuevo hogar debía tener espacio para todo el mundo, y posteriormente para recibir en vacaciones a los hijos que se habían ido a estudiar a la capital y que terminaron viviendo allá.
Por alguna razón los espacios amplios, con vegetación y mascotas nos permitían vivir un mundo sin preocupaciones. No era tan fácil tener consolas de juegos de vídeo, no había internet, smartphones o redes sociales que nos alejaran de la vida real para trasportarnos a un mundo virtual lleno de complejidades, que hasta los adultos no comprenden.
Incluso los barrios han cambiado, antes vivía cómodamente en el silencioso barrio, que durante esa época no tenía las calles pavimentadas, ni había casas blancas y lujosas como hoy día, tampoco edificios de apartamentos. Durante las mañanas iba a la escuela y en las tardes jugaba con mi hermano mayor y mi papá en la terraza para ver a las vacas de una finca vecina pastar en frente de la casa.
No me niego al cambio, pero es notable que los años han hecho que lugares como ese pierdan su esencia, transformando un barrio común y corriente de Cartagena en una zona residencial que poco a poco se llena de condominios y de gente que dejó de pagar millones en los impuestos de valorización en Bocagrande y el Centro, trayendo consigo la costumbre de vivir bajo apariencias.
Vivir mi niñez allí, me hizo susceptible de experimentar la sobreprotección de los abuelos, algo que algunos padres y expertos catalogan como “mala crianza”. En la despensa de la cocina siempre había todo tipo de golosinas, cereales azucarados y galletas; mi abuelo acostumbraba a comprar todo en grandes cantidades, por esa misma costumbre de satisfacer a cada persona de su familia.
Mi abuela, una mujer que escasamente llegó cursar la mitad del bachillerato, pero que ha leído más libros que cualquier académico, nos acostumbró a reunirnos todas las noches en su cama para leernos cuentos clásicos como ‘Caperucita’ o ‘Los tres cerditos’, fábulas entre las que recuerdo sus antología de Esopo, Samaniego y Rafael Pombo.
Los niños del siglo XXI, hijos del Wii y del X-BOX, amigos de Android, iOS o Blackberry, hermanos de Facebook y Twitter, primos de Instagram, entre otros ‘tecno-familiares’ tal vez no conocen ese amor excesivo y permisivo de los abuelos
porque solamente los ven cada 15 días o porque quien los cuida y cría finalmente es una Nana o en el peor de los casos la mujer que se encarga del aseo del hogar. De pronto algunos si convive gran parte de su tiempo con sus abuelos, posiblemente porque sus padres trabajan doble jornada y los dejan bajo su cuidado, pero a lo mejor el computador hace que la interacción sea casi nula entre las dos generaciones.
Luego de varios años, mi familia creció. Mi madre no esperaba que a sus 37 años pudiera quedar embarazada de nuevo, seríamos entonces tres hermanos. Este fue el detonante para que mis padres agilizaran los trabajos de construcción de nuestro nuevo hogar. La idea no me agradaba demasiado, me obligarían a salir de mi paraíso, de la burbuja que había construido.
Año 2000, llegó el día de mudarnos a nuestra nueva casa, aunque estaba cercana a la casa de los abuelos, sabía que no la frecuentaríamos mucho de ahora en adelante. También sabía que la extrañaría más que a ninguna otra cosa y además a quienes quedaron viviendo allí. Sin embargo, mi abuelo no soportaba la idea de separarse de sus adorados nietos y por eso él nos visitaba casi todos los días, además porque adoraba la comida que hacía mi madre.
El sentimiento era muy parecido al desarraigo, solo hasta ahora entrando en la adultez empiezo a comprenderlo. Poco a poco fue pasando el tiempo y dejé atrás esa nostalgia. Empecé a identificarme con mi nuevo hogar y el nuevo barrio con gente bulliciosa, el ruido de los carros que pasaban, música estridente a cualquier hora del día sin importar si era lunes o sábado, incluso domingo de Cuaresma.
El ruido se ha convertido en una semejanza entre mi generación y la de los niños y adolescentes de hoy. La música es cada vez más estridente y llena de efectos, con voces distorsionadas por el Autoune. A ambos, los audífonos nos convierten en seres que parecen haber sido alienados por extraterrestres; ahora somos personas que ya no escuchamos la radio y encendemos el televisor solo cuando están pasando el reality de moda.
Debo decir que mi antiguo hogar tampoco pudo escaparse de los cambios generacionales; aunque los muebles quedaron intactos, reformaron las antiguas persianas por unas modernas ventanas corredizas, su antiguo color amarillo de la fachada fue cambiado por el insípido blanco de las modernas casas y edificios que ya había mencionado.
Los árboles frutales fueron desapareciendo, ya no había quien cuidara las plantas y cortara sus ramas secas. Han pasado 13 años y hoy la enorme casa solamente la habitan mi abuela, mi tía y su hija. Les ha resultado muy grande y costosa para mantener, por eso la está vendiendo. Ya no la frecuento como cuando era niña, tal vez estoy siguiendo el ejemplo de los niños de hoy, pero también es un porqué que no sé cómo explicar.
No tengo duda de ser hija de dos siglos me hace diferente a muchos e igual al mismo tiempo, aunque trate de comprender las nuevas realidades de los menores, creo que nunca encajaré en sus dinámicas. Creo que solo me queda guardar en mi memoria esos años como una hermosa etapa de mi vida que si fuera posible devolver el tiempo, sin duda alguna viviría de nuevo.

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